1.9.06

Siguiendo un par de babuches amarillos


La primera sensación al bajar del avión fue estar en algún país latinoamericano, el aire era cálido, seco, el sol estaba en el cenit, yo estaba ansiosa. En el hall del aeropuerto me gustó el espectáculo: techos tallados en madera, paredes recubiertas de cerámica, retratos del rey Mohamed VI, beréberes que iban, árabes que volvían, mujeres con velo, mujeres con escotes; europeos apurados, negros coloridos; lágrimas, recibimientos, cuatro besos para cada uno...

Me bajé del taxi e ingresé a un cuento de “Las mil y una noches”. Llegué a un gran hall en penumbras. A los lados, grandes tapices colgados de los muros, alfombras de diferentes tamaños, colores y texturas, apiladas o bien enrolladas en los rincones. Un hombre moreno se acercó y me habló en árabe, le respondí en francés que tenía una reserva; se marchó y volvió con una gran llave. La luz se colaba tímidamente por los vitreaux superiores, caminamos tranquilamente hacia el fondo del salón, y atravesamos un verdadero laberinto no apto para novatos; tuvimos que enroscarnos en estrechas escaleras, recorrer pasillos y cargados salones, volver a subir escaleras; pero finalmente al llegar a mi habitación quedé fascinada por el trabajo de los mejores artesanos del mundo: los marroquíes.

Traspasé la puerta y empecé a caminar por apretados pasajes, entre el gentío que se agolpa, que se mueve, que hace latir la vida al interior de la medina más antigua del mundo musulmán, la de Fez. Curioseando, con ojos gigantes que no alcanzan a asimilar todo; uno se pregunta cómo hacen para convivir 35.000 personas en un espacio tan reducido. Los recovecos invitan, las puertas seducen, los zocos ostentan; el escenario es voluptuoso, con olores intensos, con gente intensa que grita, canta, negocia... vive. Y hay que ir atento, a los burros cargados que te rozan porque no hay espacio suficiente para ambos, a los hombres con fardos más grandes que ellos mismos. Atento a no perder el rumbo, perderse uno, perderse los detalles, los instantes, los rostros; porque a pesar de que ese lugar lleva ahí cientos de años, cada expresión, cada paso que se da en el interior de ese universo fuera del tiempo, es efímero.

Como hipnotizada, me encontré siguiendo a un par de babuches amarillos bajo una túnica blanca. El sol del mediodía me obligaba a fruncir el seño. El aire cambió y empecé a sentir el sonido del viento. Lo seguí por un sendero con aroma a campo entre árboles de argán. De pronto se sintió un violín, luego un tambor que lo acompañaba, una pandereta y más tambores y más violines... Alguien empezó a cantar, era una voz masculina, todos le respondieron. El ritmo era atrapante, eran todos hombres sentados en ronda, como abstraídos en otro mundo. El repique de los tambores era cada vez más intenso, algunos se pararon y empezaron a bailar tomados de las manos, uno al lado del otro, balanceándose mientras cantaban. Me saqué las sandalias y me inserté en su cosmos, me tomaron de las manos y también bailé. En ese momento Alá estaba entre nosotros, también bailando, porque todos lo invocaban, porque era una fiesta en su honor, porque era el inicio del verano y había que festejarlo. Seguíamos balanceándonos de un lado a otro, luego los tambores cesaron y nos quedamos con una energía en las manos capaz de mover el mundo. Me calcé nuevamente y con el espíritu contento busqué un lugar en las alfombras que cubrían el pasto y me senté entre robustos almohadones.

Una mano se me acercó ofreciéndome un vaso de té a la menta, levanté la vista y lo vi; me llamaron poderosamente la atención sus ojos negros penetrantes entre pestañas larguísimas y arqueadas. Acepté el vaso y se sentó a mi lado diciendo “Soy Abderrafi, encantado”. Le sonreí y empezamos a charlar; era productor de vino gris. “¿Vino gris?”, le pregunté. “Sí es el único lugar en el mundo donde se produce, es entre un blanco y un rosado”, me dijo “te va a encantar, tenés que probarlo”. Era el comienzo del atardecer, la luz se volvía naranja y el aire más fresco, me sentía relajada y me dormí.

Desperté en un acogedor carro tirado a caballo, Abderrafi venía sentado al frente, no sé cuanto tiempo pasó ni en que momento llegamos a Marrakech. El carro se detuvo en la plaza Bahr el Fna, bajé y él me siguió. La gente pululaba entre encantadores de serpientes, adivinas, monos danzarines y carros de comida. Una mujer totalmente cubierta se me acercó y me ofreció un tatuaje en henna, sólo se le veían los ojos cuidadosamente pintados con khol que le daban un halo de misterio. Su mirada me había dejado perpleja, cuántos secretos guardaría, cuánto sabría de la vida... un escalofrío me recorrió la espalda. Busqué a Rafi entre la gente, lo vi en la entrada del mercado, caminé hacia él, “tengo hambre”, le dije. Me tomó de la mano e ingresamos. Pasaba de una sensación a otra, los colores me atrapaban, los olores condensados en la penumbra de los zocos me hechizaban, yo iba fascinada tratando de adivinar como era la vida de esas personas. Rafi se movía con la destreza de quien pasó toda su vida en ese entorno, yo quería entrar y ver, charlar, negociar y partir de nuevo. “¿Cuánto cuesta esa chicha? Mmm... No sé... es mucho ¿Qué cuánto quiero pagar por ella? Setenta dirhams máximo. ¿Cien? Es demasiado, gracias. Setenta y cinco. ¿Noventa? Sigue siendo demasiado, no hay trato, shokran”. El humo no dejaba ver adentro pero me dijo que confiara, que era el lugar donde se comía el mejor cous-cous del lugar, además era viernes y los viernes se come cous-cous. Una mujer transpirada y con un delantal con manchas trajo con esfuerzo una fuente como para que comieran diez personas. Yo no podía creer que fuera sólo para nosotros dos. Habían huevos, zapallo, zanahorias, ciruelas, papa, repollo, almendras, batatas, carne de cordero; todo en el centro del volcán que formaba el amarillo cous-cous. Abderrafí tomó un poco con la mano y lo empezó a amasar sobre la palma con movimientos circulares de los dedos hasta que formó una bola y me la dio en la boca dándole un suave empujoncito con el pulgar. Fue un momento totalmente surrealista, todos comían esta delicia en las mesas aledañas y todos los hacían de la misma forma.

Amaneció, estoy atravesando el Gran Atlas por caminos serpenteantes, caseríos, rebaños de ovejas y un aire fresco que me permitía volver a respirar después del calor intenso de Marrakech. El auto avanzaba lentamente, Rafi iba adelante junto al chofer, yo iba sentada atrás junto a dos campesinos; atravesamos una curva y el panorama cambió de verde exuberante a rojo desértico. La vegetación desapareció y el aire se volvió más tibio. El auto se detuvo al lado de un caserío que pendía del barranco. “Acá comemos”, dijo el chofer. Tres cabritos colgaban de un gancho, un hombre sombrío descolgó uno y lo trozó con un hacha para luego pesarlo y ponerlo en las brasas. Llovía a cántaros, se respiraba ese olor típico a tierra húmeda mezclado con el olor que salía de la pequeña parrilla. La vida en estos lugares pasa como si el tiempo no contara, todo trascurre a una velocidad diferente a la acostumbrada por nosotros. Seguía lloviendo y las pocas personas que lo presenciaban lo hacían sin prisas. De pronto sonó el llamado a la oración, tan fuerte que seguramente se escuchaba a muchos kilómetros a la redonda; sin embargo nadie se inmutó. Sólo uno de los campesinos interrumpió su comida, trajo del auto una alfombra pequeña que dirigió hacia la meca bajo la lluvia; luego empezó a orar ante mi mirada curiosa.

La lluvia no cesaba, el chofer nos miró y nos dijo que así no iba a seguir y que se quedaba ahí. Saqué mi mochila del baúl del auto y Rafi me imitó. Caminamos bajo la lluvia casi una hora hasta que paró y el sol salió con fuerza. Andando con la vista perdida en el infinito sólo se percibe un interminable lienzo rojo; pero al hacer foco de repente descubrí un universo escondido, camuflado en la montaña. Eran grupos de casitas de adobe color punzó en las laderas que se escondían de las miradas intrusas, yo no podía creer que allí viviera gente. Nos acercamos, un hombre muy delgado estaba sentado sobre una piedra junto a cuatro camellos. Cinco minutos más tarde yo estaba subiéndome a uno por primera vez en mi vida. Fue una experiencia harto bizarra porque para pararse primero se va para adelante, luego para atrás y después recién se estabiliza; así que es mejor agarrase bien.

Con un andar amortiguado y con una panorámica de película me dejé cautivar por un desierto vasto, desolador ¡el Sahara! En esa inmensidad tenía una sensación de insignificancia absoluta. Perdiendo la mirada en el infinito era fácil visualizar las caravanas de nómades atravesándolo, avanzando lentamente bajo el sol ardiente. De pronto Rafi me grita “¡Un oasis!”, era un manchón verde exuberante en el medio de la nada. El camello empezó a correr en esa dirección pero de pronto, se levantó una tormenta de arena, el horizonte se perdió en una cortina amarilla y ya no era posible ver el oasis. Al instante la arena me envolvió, empecé a ahogarme, no podía respirar y me caí.

Desperté de golpe, ¡en el avión! Estaba confundida, ¿sólo había sido un sueño?

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