La medina de Fez, es uno de esos lugares que vale la pena ver, porque es de esos lugares que no dejan de asombrarte a cada momento. Caminando por pasillos estrechos, entre el gentío que se agolpa, que se mueve, que hace latir la vida al interior de la medina más antigua del mundo musulmán; uno tiene la sensación de haber retrocedido en el tiempo. Curioseando, con los ojos gigantes, asombrados, que no alcanzan a asimilar todo el fantástico espectáculo, uno se pregunta cómo hacen para vivir 35.000 personas en espacios tan minúsculos que parece imposible. Los recovecos invitan, las puertas seducen, los zocos ostentan; el escenario es voluptuoso, con olores intensos, con gente intensa que grita, canta, negocia... vive. Y hay que ir atentos, a los burros cargados que te rozan porque no hay espacio suficiente para ambos, a los hombres con fardos más grandes que ellos mismos; atentos a no perder el rumbo y perderse, perderse uno, perderse los detalles, los instantes, los rostros, porque a pesar de que ese lugar lleva ahí cientos de años, cada expresión, cada paso que se da en el interior de ese universo fuera del tiempo es efímero.
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