12.6.06

La carrera del desierto


Marrakech, sábado 3 de junio 2006
Para llegar a Marrakech cerca del mediodía nos levantamos recontra temprano y agarramos la ruta. El objetivo de una ciudad por día empezaba a cumplirse y sobre todo a sentirse. Mientras nos íbamos acercando aparecieron las palmeras y el paisaje se asemejaba al Marruecos de la tele. Por primera vez en el viaje sentimos calor, un calor sofocante y denso.

Atravesamos la plaza Bahr el Fna entre encantadores de serpientes, adivinas, mujeres cubiertas ofreciendo tatuajes en henna; la vista era sorprendente aunque seguramente no tan glamorosa como nos habían dicho que era al anochecer. El sol, demasiado fuerte, nos obligó a refugiarnos en el mercado. Al entrar sentí la misma sensación abrumadora de la medina de Fes. Los olores se condensan en la penumbra de los socos, los colores te atrapan, los vendedores te persiguen pero finalmente son menos tolerantes que los de otros mercados y se enojan si preguntas precios y no compras. El tema de la negociación es algo que a tres semanas de estancia acá todavía no manejo y estoy convencida de que las pocas cosas que compré las pagué mucho más caras de lo que correspondía. Almorzamos en el primer piso de un sucuchito que si te ponías a mirar en detalle no entrabas.

En Marrakech iba a ser la única ciudad en la que íbamos a parar en casa de familia, dos varones en una casa, dos mujeres en otra y una mujer en una tercera familia. Como en el sorteo saqué el papelito que decía “solo como un perro” tuve que irme solita pobre mi alma con un buen señor rotario que vino a buscarme. A esta altura del viaje, la sonrisa dibujada y la diplomacia empiezan a exigirme una cuota de energía sobrehumana y lamentablemente no queda otra.

Tras una ducha que me sacó del sopor de la siesta salí con mi familia a dar una vuelta. Marrakech es toda roja pero a mi criterio, sin más atractivos visuales que otras ciudades ya visitadas. Recorrimos los palmares, el sol empezaba a descender, a los lados del camino grupos de tres o cuatro camellos esperaban sin inmutarse la llegada de algún turista que quisiera subirse para la foto; yo obviamente estaba en ese grupo. Nos detuvimos en un complejo con el fin de que yo cumpliera mi objetivo. Subirse a un camello y que el bendito bicho se pare es una experiencia harto bizarra porque tiene una lógica particular. Estando vos arriba, para pararse primero se va para adelante, luego para atrás y después recién se estabiliza; así que mejor agarrase bien. Como estás a una buena altura y el camélido tiene un andar amortiguado, el paseo es agradable. De todas maneras, mi super travesía en dromedario (porque en realidad en África no hay camellos) se pareció bastante a una de esas que hacen en pony los chicos de 4 años y a los cinco minutos ya estaba nuevamente pisando tierra.
A la noche estábamos invitados a la casa de un rotario que hacía una cena en nuestro honor. Llegar a esa casa y ver tanta opulencia ya empieza a relajarme. Comimos al borde de la pileta, con mozos que atendían las tres mesas lujosamente dispuestas mientras un trío tocaba música oriental del fondo. Yo tenía tanto cansancio que no lograba charlar más con nadie, sobre todo porque los temas son siempre exactamente los mismos. Cenamos comida marroquí (muero por unos ravioles!!!) y después bailamos como es costumbre entre esta gente.

La única estancia que tuve en casa de familia me resultó un poco incómoda aunque seguramente por haber sido tan corta no pude llegar a percibir realmente la dinámica de su vida cotidiana.

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